Donald Trump y una jugada sospechosa

La muerte del líder de ISIS resulta tan oportuna para Trump que despierta sospechas. El estropicio injustificable que causó su decisión de sacar las tropas de Siria lo hizo blanco de críticas desde todo el espectro político, incluyendo su propio partido. Pero en medio de la tormenta, pudo aparecer anunciando que comandos de elite emboscaron en la provincia siria de Idlib a Abu Bakr al Bagdadhi, quien se mató al no tener escapatoria.

Si el informe es rigurosamente cierto, habría terminado en la historia del terrorismo el capítulo del jihadista que escindió el brazo iraquí de Al Qaeda para zambullirse en la guerra siria, obteniendo la financiación que ofrecía Arabia Saudita a quienes lucharan contra Bashar al Asad. Ese experto en jurisprudencia islámica que nació en Samarra y se radicalizó en el campo de prisioneros Camp Bucca, llegó a controlar un extenso territorio, estableciendo un régimen genocida que se presentó al mundo con videos de decapitaciones. Es una gran noticia que haya muerto el creador de un ejército exterminador. Pero tiene lógica sospechar sobre ese anuncio, porque es demasiado oportuno para Trump cuando le llueven críticas por su actuación en Siria.

Sucede que traicionó a los kurdos, librándolos a su propia suerte frente al ejército turco. Y muchos entendieron que se trató también de una traición a Estados Unidos, porque implicó entregar una posición estratégica a Rusia, lo que además significa devolver protagonismo al régimen de Damasco favoreciendo también al plan turco de limpieza étnica.

Trump sacó una pieza del jenga sirio y el equilibrio se derrumbó, reconfigurando la relación de fuerzas en detrimento del interés estratégico norteamericano. Lo inquietante es que no había razón alguna para causar tal desquicio. Estados Unidos estaba posicionado en el escenario sirio con pocos miles de soldados que, por muy bajo costo, le permitía proteger a sus aliados y contener a enemigos en el crucial tablero del Oriente Medio. El argumento de reducir el déficit que genera mantener las 587 bases militares que Estados Unidos tiene en 42 países, más las 117 que albergan territorios de ultramar, resulta falaz porque la relación costo-utilidad de los marines estacionados en Siria lo desmiente.

También lo desmiente el envío de fuerzas al reino saudita para proteger refinerías de petróleo.  No hay rédito alguno para Washington en la jugada de Trump. La traición a los kurdos dificultará en el futuro establecer alianzas, debido a la pérdida de confiabilidad. Además, al entregar territorio y protagonismo a Rusia, vuelve a ser funcional a los planes de Vladimir Putin, nada menos que el líder ruso que interfirió en el proceso electoral para favorecer el triunfo de quien, desde que entró a la Casa Blanca, colaboró con los designios del Kremlin.

El otro favorecido es el sultánico Erdogán, un líder que actúa como quintacolumnista dentro de la OTAN y que está al tanto de los millonarios negocios que tiene Trump en Turquía, incluidos dos rascacielos en Estambul.

Amenazando con sanciones a Turquía si no detiene su ofensiva, Trump no logró ocultar su responsabilidad en la tragedia humanitaria que de inmediato comenzaron a padecer los kurdos, y en el reordenamiento del tablero sirio favoreciendo al régimen de Damasco, a la arabización de tierras kurdas que impulsa Ankara y al afianzamiento de Rusia en Oriente Medio.

El líder ruso mueve las fichas rediseñando equilibrios para consolidar su influencia. La gravitación de Moscú ya es inmensa, porque mantiene vínculos con todas las partes y consigue que actúen a su conveniencia, contando para ello con el aporte que le hace el magnate neoyorquino al retirar las fuerzas. Para colmo, se justifica demonizando a los traicionados, por lo tanto avalando la acusación de terrorismo que les hace Erdogán.  Difícilmente Trump conozca capítulos oscuros de su historia, como el de las bandas kurdas que atacaban las caravanas de armenios que cruzaban el desierto de Alepo durante el genocidio, o el de las aldeas kurdas que se establecieron en las inmediaciones del monte Ararat como parte de planes panturánicos para desplazar poblaciones cristianas del Noreste de Anatolia.

El hecho es que Washington retira militares desprotegiendo personas en Siria, mientras envía militares a Arabia Saudita para proteger pozos petroleros. Además de una mancha en la imagen de la potencia occidental, se trata de una capitulación que la debilita en el escenario sirio. Estados Unidos traiciona a sus aliados y Rusia le devuelve al suyo territorios que había perdido a manos de las milicias kurdas. El ejército de Bashar al Asad recupera terreno en el noreste a pedido de las mismas comunidades que querían romper con Damasco y construir un país independiente. Los kurdos pudieron enfrentar a ISIS con el apoyo norteamericano, pero sin ese apoyo no pueden defenderse del ejército turco y de las milicias sirias pro-turcas, por lo que no tuvieron más alternativa que pedirle ayuda al régimen de Damasco. Esas comunidades habían conformado una confederación integrada por Kobane, Afrin y Jazira. En los hechos, se auto-gobernaban. Turquía quería aplastar ese proto-estado llamado Rojava y erradicar la población kurda del Este del río Éufrates. Con astucia estratégica y el aporte que le hizo Trump abandonando aliados, el líder ruso permite a Erdogán alcanzar parte de su objetivo, utilizándolo al mismo tiempo para que el protegido de Moscú, Bashar al Asad, pueda recuperar territorios que había perdido hace varios años.

Al mismo tiempo, Putin convierte a Rusia en árbitro del equilibrio de fuerzas en la Siria septentrional, desplegando sus efectivos sobre el terreno. Mientras Trump hace que Washington pierda posicionamiento y autoridad moral en la región, Putin salta sobre un cadáver descuartizado en Estambul, para abrazar en Riad al príncipe que tiene sangre en las manos y al que el jede la Casa Blanca le cuida las refinerías. Convertido en protagonista estelar, Putin multiplica sus vínculos y expande la presencia militar rusa que siempre estuvo confinada a la base naval de Tartus, que hace medio siglo le concedió el entonces líder sirio Hafez al Asad. Los perdedores son Washington y, más aún, los kurdos del Este del Éufrates. El precio por no ser aniquilados y expulsados de sus tierras, es el final del autogobierno. O sea el final de un sueño llamado Rojava.

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